La vida de un ser humano normal está, ya de facto, plagada de decepciones y
pequeñas piedritas en el camino. A los traumas y dificultades obtenidas ya por
herencia humana generacional, parecería demente añadirle otras cargas y motivos
para sufrir. Y sin embargo, va el ser humano y se complica más la vida eligiendo
afectos. Llega y se enamora de tal o cual persona, algunas benéficas y otras
tantas destructivas; lo pasa mal, lo pasa bien, pero continúa. Se hace de
amigos, conocidos, familiares por obligación, con todos tiene sus altas y sus
bajas, a todos los puede tolerar o simplemente alejarse para siempre de ellos
cuando la convivencia no es buena. Existen divorcios, emancipaciones, expiración o disoluciones
de contrato, despedidas amistosas, despedidas violentas, decenas de
alternativas para cuando un humano agobiado decida renunciar a un afecto.
En los colores no.
Jean-Paul Sartre decía que “lo que mueve al ser son sus proyectos, la
preocupación por la realización de su ser; pero estos proyectos y los ideales que
vienen con ellos, no existen previamente a su decisión de realizarlos, no están
trazados previamente por un destino, una naturaleza o una tabla de valores
objetivos.”
Es decir, una persona no nace ya
programada para amar unos colores por sobre todas las cosas.
Partiendo de lo dicho por Sartre,
en el fútbol, tú eliges por quién alentarás; los colores que llevarás toda la
vida. El equipo que te hará expulsar las más bellas lágrimas de alegría que un
ser humano pueda producir. Los vacíos en el estómago, las semanas eternas y la
brutal ansiedad. Por los que te pelearás y, quizá estúpidamente para personas
ajenas, serías capaz de dar la vida.
Yo elegí a América de México. A
los 6 años y sin influencia alguna firmé con sangre el contrato en el que, con
gusto, me comprometí a llevar en mi pecho los colores hasta mi último aliento.
Y no lo elegí por ser el mejor. Tampoco por ser el que ganara siempre. De hecho
en esa época América había dejado de ser el monstruo dominante que arrasaba con
todos y sólo quedaba de él los colores y el concepto. No me enamoré del equipo
porque tuviera las deslumbrantes estrellas o todo mundo hablara de ellos; no
conocía cada detalle del once titular y no tenía edad para comprender al
periodismo anti. No me hice de América porque fuera el malo de la película o me
identificara con su filosofía. América es todo eso y más, pero eso lo conocí mucho después; tuve que tener
doble dígito en la edad para comprenderlo.
El amor me llegó de una manera
mucho más simple y natural. Como suele llegarle a las personas el amor de sus vidas.
Algo entre tú y yo. Me enamoré porque el escudo siempre me pareció la insignia
más bonita del mundo. Porque los jugadores, los conociera o no, me transmitían
la seguridad que solo los héroes te pueden transmitir. Porque al gritar un gol
lo hacían con fervor y para la gente. Porque ganaban o perdían, y por años
nunca los vi levantar un trofeo, pero los sueños, la afición y la ilusión de –todoestarábien-
seguían ahí. Porque podían ser los peores jugadores de toda la liga e ir abajo
tres a cero de visitantes en un campo hostil a diez minutos para el final, pero
ese amor que te dijo la primera vez que te quedaras ahí, te vuelve a decir
ahora que no hay por qué no confiar, ellos saben qué hacer y seguramente podrán
remontar. Y seguramente no ocurría. Pero los resultados no importan. Al final,
lo que importa es el sentimiento y qué tanto te llena el corazón saber que once
vestidos de amarillo saldrán al campo cada ocho días. Con suerte cada tres o
cuatro.
Yo no sé cómo sea ser hincha de
otros equipos. No me interesa. En realidad, el fútbol a mí no me gusta más allá
de mirar los partidos y esperar un juego entretenido. Pero América no es solo
fútbol para mí, es mucho más que eso. Es saber que mientras otros pueden ser
felices seis meses por ganar un partido, aquí se pueden ganar casi todos los
partidos en esos mismos seis meses, pero si no se gana el final, no sirve de
nada. Es vivir por el domingo. O por el sábado. Es estar plenamente consciente
de que tu equipo favorito pertenece a una empresa con la que tu mundo comulga
muy poco, por no decir nada. Es saberlo y que no importe un carajo. Es tener
las mejores tardes y anécdotas del mundo. Es saber que una vez Dios te hizo
ganar un campeonato. Es llorar por tu equipo, ya sea por alegría o impotencia, pero
saber que una vez derramada esa lágrima ya no hay vuelta atrás. Estás
enganchado para siempre. Todo se puede ir, todo lo puedes perder. Vivir en la
calle y no saber si comerás mañana. Pero tu cuadro, tu equipo, tus colores,
siempre estarán contigo y tú con ellos, sin esperar otra cosa a cambio que la
alegría de verlos en la cancha y marcar un gol. Porque los jugadores, directivos y personal, puede cobrar y vivir de América. Pero no viven como el hincha. Como el aficionado. Que construye su vida en torno a un equipo de fútbol, que casi nunca es tomado en cuenta. Que jamás en su vida recibirá ni ha esperado un peso del equipo. Pero que a la hora mala, será siempre el primero en hacer todo lo posible por ayudar.
A América lo quiero, y lo voy a
querer siempre. Hasta que me muera lo voy a alentar y si volviera a nacer, no sé
cómo me llamaría, dónde trabajaría ni a quién conocería, pero estoy seguro que
yo de América sería.
Feliz centenario, América. En verdad, gracias por tantas alegrías. Yo siempre voy a estar contigo.