miércoles, 12 de octubre de 2016

Amor Amarillo

La vida de un ser humano normal está, ya de facto, plagada de decepciones y pequeñas piedritas en el camino. A los traumas y dificultades obtenidas ya por herencia humana generacional, parecería demente añadirle otras cargas y motivos para sufrir. Y sin embargo, va el ser humano y se complica más la vida eligiendo afectos. Llega y se enamora de tal o cual persona, algunas benéficas y otras tantas destructivas; lo pasa mal, lo pasa bien, pero continúa. Se hace de amigos, conocidos, familiares por obligación, con todos tiene sus altas y sus bajas, a todos los puede tolerar o simplemente alejarse para siempre de ellos cuando la convivencia no es buena. Existen divorcios, emancipaciones, expiración o disoluciones de contrato, despedidas amistosas, despedidas violentas, decenas de alternativas para cuando un humano agobiado decida renunciar a un afecto.

En los colores no.
Jean-Paul Sartre decía que lo que mueve al ser son sus proyectos, la preocupación por la realización de su ser; pero estos proyectos y los ideales que vienen con ellos, no existen previamente a su decisión de realizarlos, no están trazados previamente por un destino, una naturaleza o una tabla de valores objetivos.”


Es decir, una persona no nace ya programada para amar unos colores por sobre todas las cosas.
Partiendo de lo dicho por Sartre, en el fútbol, tú eliges por quién alentarás; los colores que llevarás toda la vida. El equipo que te hará expulsar las más bellas lágrimas de alegría que un ser humano pueda producir. Los vacíos en el estómago, las semanas eternas y la brutal ansiedad. Por los que te pelearás y, quizá estúpidamente para personas ajenas, serías capaz de dar la vida.
Yo elegí a América de México. A los 6 años y sin influencia alguna firmé con sangre el contrato en el que, con gusto, me comprometí a llevar en mi pecho los colores hasta mi último aliento. Y no lo elegí por ser el mejor. Tampoco por ser el que ganara siempre. De hecho en esa época América había dejado de ser el monstruo dominante que arrasaba con todos y sólo quedaba de él los colores y el concepto. No me enamoré del equipo porque tuviera las deslumbrantes estrellas o todo mundo hablara de ellos; no conocía cada detalle del once titular y no tenía edad para comprender al periodismo anti. No me hice de América porque fuera el malo de la película o me identificara con su filosofía. América es todo eso y más, pero eso lo conocí mucho después; tuve que tener doble dígito en la edad para comprenderlo.

El amor me llegó de una manera mucho más simple y natural. Como suele llegarle a las personas el amor de sus vidas. Algo entre tú y yo. Me enamoré porque el escudo siempre me pareció la insignia más bonita del mundo. Porque los jugadores, los conociera o no, me transmitían la seguridad que solo los héroes te pueden transmitir. Porque al gritar un gol lo hacían con fervor y para la gente. Porque ganaban o perdían, y por años nunca los vi levantar un trofeo, pero los sueños, la afición y la ilusión de –todoestarábien- seguían ahí. Porque podían ser los peores jugadores de toda la liga e ir abajo tres a cero de visitantes en un campo hostil a diez minutos para el final, pero ese amor que te dijo la primera vez que te quedaras ahí, te vuelve a decir ahora que no hay por qué no confiar, ellos saben qué hacer y seguramente podrán remontar. Y seguramente no ocurría. Pero los resultados no importan. Al final, lo que importa es el sentimiento y qué tanto te llena el corazón saber que once vestidos de amarillo saldrán al campo cada ocho días. Con suerte cada tres o cuatro.

Yo no sé cómo sea ser hincha de otros equipos. No me interesa. En realidad, el fútbol a mí no me gusta más allá de mirar los partidos y esperar un juego entretenido. Pero América no es solo fútbol para mí, es mucho más que eso. Es saber que mientras otros pueden ser felices seis meses por ganar un partido, aquí se pueden ganar casi todos los partidos en esos mismos seis meses, pero si no se gana el final, no sirve de nada. Es vivir por el domingo. O por el sábado. Es estar plenamente consciente de que tu equipo favorito pertenece a una empresa con la que tu mundo comulga muy poco, por no decir nada. Es saberlo y que no importe un carajo. Es tener las mejores tardes y anécdotas del mundo. Es saber que una vez Dios te hizo ganar un campeonato. Es llorar por tu equipo, ya sea por alegría o impotencia, pero saber que una vez derramada esa lágrima ya no hay vuelta atrás. Estás enganchado para siempre. Todo se puede ir, todo lo puedes perder. Vivir en la calle y no saber si comerás mañana. Pero tu cuadro, tu equipo, tus colores, siempre estarán contigo y tú con ellos, sin esperar otra cosa a cambio que la alegría de verlos en la cancha y marcar un gol. Porque los jugadores, directivos y personal, puede cobrar y vivir de América. Pero no viven como el hincha. Como el aficionado. Que construye su vida en torno a un equipo de fútbol, que casi nunca es tomado en cuenta. Que jamás en su vida recibirá ni ha esperado un peso del equipo. Pero que a la hora mala, será siempre el primero en hacer todo lo posible por ayudar.


A América lo quiero, y lo voy a querer siempre. Hasta que me muera lo voy a alentar y si volviera a nacer, no sé cómo me llamaría, dónde trabajaría ni a quién conocería, pero estoy seguro que yo de América sería.

Feliz centenario, América. En verdad, gracias por tantas alegrías. Yo siempre voy a estar contigo.